“28 Después de haber
dicho esto, Jesús siguió adelante, subiendo a Jerusalén.29 Cuando se acercó a Betfagé y Betania, al pie
del monte llamado de los Olivos, envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: 30 «Vayan al pueblo que está enfrente y, al
entrar, encontrarán un asno atado, que nadie ha montado todavía. Desátenlo y
tráiganlo; 31 y si alguien les pregunta: “¿Por qué lo
desatan?”, respondan: “El Señor lo necesita”». 32 Los enviados partieron y encontraron todo como
él les había dicho. 33 Cuando desataron el
asno, sus dueños les dijeron: «¿Por qué lo desatan?». 34 Y ellos respondieron: «El Señor lo necesita».
35 Luego llevaron el
asno adonde estaba Jesús y, poniendo sobre él sus mantos, lo hicieron montar. 36 Mientras él avanzaba, la gente extendía sus
mantos sobre el camino. 37 Cuando Jesús se acercaba
a la pendiente del monte de los Olivos, todos los discípulos, llenos de
alegría, comenzaron a alabar a Dios en alta voz, por todos los milagros que
habían visto. 38 Y decían:
«¡Bendito sea el Rey que viene
en nombre del Señor!
¡Paz
en el cielo
y gloria en las alturas!».
39 Algunos fariseos que se encontraban entre la
multitud le dijeron: «Maestro, reprende a tus discípulos». 40 Pero él respondió: «Les aseguro que si ellos
callan, gritarán las piedras»” (Lc 19,28-40).
Fijándonos
en el texto de San Lucas:
·
El asno como signo de la humildad de la
realeza de Jesucristo. El asno nadie lo había montado aún y sirve para la
entrada triunfal del Hijo del hombre en Jerusalén.
·
Los mantos de los discípulos sirven de
colchón para montar el asno y los mantos de la gente tapizan el camino al paso
triunfal del Señor.
·
En la bajada del monte de los Olivos los
discípulos alaban a Dios, llenos de alegría, por haber presenciado los milagros
del Jesús.
·
Ante la protesta de algunos fariseos Jesús
afirma que si sus discípulos callaran las piedras gritarían.
El Papa de la familia comenta
“Efectivamente, en su tierra natal, Jesús había conseguido ya
llegar con la Buena Nueva a mucha gente, a muchos hijos a hijas de Israel, a
los ancianos y a los jóvenes, a las mujeres y a los niños. Y enseñaba
actuando: haciendo el bien. Revelaba a Dios como Padre. Lo manifestaba con
las obras y la palabra. Haciendo el bien a todos, de modo particular a los
pobres y a los que sufren, preparaba en sus corazones el camino para la
aceptación de la Palabra, aun cuando esta Palabra resultase, en un primer
momento, incomprensible, como lo fue, por ejemplo, el primer anuncio de la
Eucaristía; e incluso cuando esta Palabra era exigente, por
ejemplo, sobre la indisolubilidad del matrimonio. Tal era y tal permanece.
Entre las palabras pronunciadas por Jesús de Nazaret se
encuentra también una dirigida a un joven, a un joven rico. A este coloquio he
hecho referencia en la Carta del pasado año a los jóvenes y a las jóvenes. Es
un diálogo conciso, contiene pocas palabras, pero qué denso, qué rico de
contenido y qué fundamental es.
Así, pues, hoy contemplamos a Jesús de Nazaret, que
viene a Jerusalén; su llegada está acompañada con el entusiasmo de los
peregrinos. “¡Hosanna al Hijo de David!” (MT 21,9).
Sabemos, sin embargo, que el entusiasmo será sofocado
dentro de poco. Ya entonces “algunos fariseos de entre la gente le dijeron:
Maestro, reprende a tus discípulos” (LC 19,39).
Qué expresiva es la respuesta de Jesús: “Os digo que, si
éstos callan, gritarán las piedras” (LC 19,40).
Contemplamos, por lo tanto, “al que viene en nombre del
Señor” (MT 21,9) en la perspectiva de la Semana Santa. “Mirad,
subimos a Jerusalén y... el Hijo del hombre será entregado a los gentiles, y
escarnecido, a insultado, y escupido, y después de haberle azotado le quitarán
la vida...” (LC 18,31-33).
Así, pues, se acallarán los gritos de la muchedumbre del
Domingo de Ramos. El mismo Hijo del hombre se verá obligado al
silencio de la muerte. Y la víspera del sábado, lo bajarán de la cruz, lo
depositarán en un sepulcro, pondrán una piedra a la entrada del mismo y
sellarán la piedra.
Sin embargo, tres días más tarde esta piedra será
removida. Y las mujeres que irán a la tumba, la encontrarán vacía.
Igualmente los Apóstoles. Así, pues, esa “piedra removida” gritará,
cuando todos callen. Gritará. Proclamará el misterio pascual de Jesucristo. Y
de ella recogerán este misterio las mujeres y los apóstoles, que lo
llevarán con sus labios por las calles de Jerusalén, y más adelante por los
caminos del mundo de entonces. Y así, a través de las generaciones, “gritarán
las piedras”.
¿Qué es el misterio pascual de Jesucristo? Son los acontecimientos de estos días, particularmente de
los últimos días de la Semana Santa. Estos acontecimientos tienen su dimensión
humana, como dan testimonio de ello las narraciones de la pasión del Señor
en los Evangelios. Mediante estos acontecimientos el misterio pascual se
sitúa en la historia del hombre, en la historia de la humanidad.
Sin
embargo, tales acontecimientos tienen, a la vez, su dimensión divina, y
precisamente en ella se manifiesta el misterio.
Escribe concisamente San Pablo: “Cristo, a pesar de su condición
divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó
de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos” (PH
2,6-7).
Esta dimensión del
misterio divino se llama Encarnación. El Hijo de la misma sustancia del
Padre se hace hombre y, como tal, se hace siervo de Dios: Siervo de Yavé, como
dice el libro de Isaías. Mediante este servicio del Hijo del hombre, la
economía divina de la salvación llega a su ápice, a su plenitud.
Continúa hablando San Pablo en la liturgia de hoy: “Actuando
como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y
una muerte de cruz” (PH 2,7-8).
Esta
dimensión del misterio
divino se llama Redención. La obediencia del Hijo del hombre, la
obediencia hasta la muerte de cruz compensa con creces la desobediencia
hacia el Creador y Padre contenida en el pecado del hombre desde el
principio.”
En cuanto a que las
piedras gritarían: “Jesús sabe que ha llegado el momento de que se deje oír este grito ante las puertas de
Jerusalén. Sabe que ya ha “llegado su hora”.
Esta hora —su hora— está inscrita eternamente en la
historia de Israel. Y está también inscrita en la historia de la humanidad, así
como Israel está inscrito en esta historia: ¡El pueblo elegido!
“Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor”.
Este pueblo ha fijado en su memoria el paso de Dios. Dios ha entrado en su historia, comenzando por los
patriarcas, por Abraham. Y después a través de Moisés.
Dios ha entrado en la historia de Israel corno Aquel que
“Es” (cf.
Ex 3,14).
“Es”
en medio de todo lo que pasa. Y “Es” con el hombre. “Es” con el pueblo que ha
elegido.
Yahvé —Aquel que “Es”— hizo salir a su pueblo de Egipto,
de la casa de esclavitud y de opresión. Mostró de forma visible el invisible
“poder de su derecha”.
No es sólo el Dios lejano de majestad infinita, Creador y
Señor de todas las cosas. Se ha convertido en el Dios de la Alianza.
Los peregrinos que se dirigen a Jerusalén —y entre ellos
Jesús de Nazaret— van allí para las fiestas pascuales. Para alabar a Dios por
el milagro de la noche pascual en Egipto. Por la noche del éxodo.
El Señor pasó por Egipto
e Israel salió de la casa de la esclavitud. Este es el Dios que libera,
el Dios-Salvador.
“Bendito
el rey que viene en el nombre del Señor”.
¡Estas
palabras las pronuncian los labios de los hijos y de las hijas de Israel! Este
pueblo espera una nueva venida de Dios, una nueva liberación. Este pueblo
espera al Mesías, al Ungido de Dios, en quien está la plenitud del reino
de Dios entre los hombres. Este reino lo habían representado en la historia los
reyes terrenos de Israel y de Judá, el mayor de los cuales fue David: el
rey-profeta” (San Juan Pablo II).
SAN
OSCAR ROMERO COMENTA (homilía del 8 de abril de 1979)
Un pueblo sale jubiloso al encuentro del
Mediador que llega
En primer lugar yo miro
hacia todos ustedes y a mí mismo, y me siento parte de una humanidad que
salió hace veinte siglos al encuentro de Dios que venía a salvar en la historia.
Hace veinte siglos era la población de Jerusalén con sus jóvenes, con sus niños
que cortaban ramas de los árboles y salían al encuentro del Señor. Era un
pueblo que había perdido su unidad, su independencia. Un pueblo pobre y con una
religiosidad que se había falseado. Quedaba, así, un resto que siempre se
iba salvando en la historia de Israel y así se llama en la Biblia: "el
resto de Israel". En ese "resto" está la salvación que Dios
trae, porque de allí procede el Hijo de David que hoy es aclamado: ¡Bendito
el que viene! ¡Hosanna al Hijo de David!
Esta procesión que hemos
traído desde la Iglesia de El Calvario, recuerda que en la larga historia de
los hombres hoy somos nosotros los protagonistas en el encuentro de Jesús.
Y el Papa, en su reciente encíclica, dice que el problema de la redención de
Jesús toca a cada hombre: " . . . no se trata del hombre abstracto sino
real, del hombre concreto, histórico; se trata de cada hombre, porque cada
uno ha sido comprendido en el misterio de la Redención... el hombre es su
única e irrepetible realidad humana". Los que le salieron al encuentro a
Jesús en Jerusalén, hace veinte siglos, fueron hombres de su tiempo, llevaban
la historia de su pueblo, las frustraciones y esperanzas de Israel. Hoy, aquí,
somos los salvadoreños con nuestra propia historia y no solo así como un pueblo
en general, somos cada uno de nosotros.
Un Mediador que se identifica como siervo con
el pueblo
Por eso, mi segundo
pensamiento es mirar ese Mediador que viene, Dios todo poderoso, sin embargo
-nos dicen las lecturas de hoy-, ha querido identificarse con la figura de
un siervo que se humilla hasta la muerte para confundirse con la miseria humana
y darle un sentido divino a las justas reivindicaciones de la postración de los
pueblos; pero al mismo tiempo, para sembrar una esperanza que no deben de
poner sólo en las fuerzas de la tierra. "Si Dios no construye la ciudad
-dice la Biblia-, en vano trabajan todos los que la construyen".
a) "El Siervo de
Yahvé..." Ya, en la primera lectura de hoy, un hombre misterioso que se
llama el Siervo de Yahvé, aparece a pesar de su buena voluntad, escupido,
golpeado; pero a pesar de todo, obediente a la voluntad de Dios que lo manda a
salvar. Esta figura misteriosa anunciada varios siglos antes, se comprende en
esta mañana cuando se ha leído aquí, frente a nosotros, la pasión de Nuestro
Señor Jesucristo. ¡Qué relato más conmovedor!, ¡qué siervo de Yahvé: el Hijo
de Dios que se despoja de su dignidad divina para hacerse un hombre como todos
y aparecer cargando sobre sus espaldas las miserias de todos nosotros.
b) La "Kénosis".
Y cuando el relato del Evangelio pone a los labios del seminarista que
representa hoy a Cristo: ¡Dios mío!. ¡Dios mío! ¿Por qué me has
abandonado?", es como que esa kénosis, esa humillación del Hijo de Dios
que se hizo hombre, ha llegado hasta el colmo, ha llegado hasta sentir el
abandono de Dios.
c) La humanidad
doliente... ¡Qué bien se identifica Cristo con el sufrimiento de nuestro
pueblo! Así parecen clamar muchas cosas, muchos tugurios, muchos en las
cárceles y en el sufrimiento, muchos hambrientos de justicia y de paz.
"¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?" No nos ha abandonado.
Es la hora en que el Hijo de Dios va pasando con toda su carga de pecado por
la obediencia que Dios le pide para poder perdonar esos pecados de la humanidad
de donde derivan todas las injusticias, todos los egoísmos.
De nada hubiera servido
una redención política como la esperaban muchos contemporáneos de los que
salieron a encontrar a Jesús el Domingo de Ramos. Una liberación del yugo de
Roma no hubiera sido la libertad verdadera porque hubieran caído bajo otros
yugos. Los pueblos parecen no aprender la lección de estarse dominando y
explotando unos de otros. Sólo hay un verdadero libertador: Dios que nos ha
traído la liberación del pecado, donde tiene su raíz todo el malestar de los
hombres. Por eso hay que comprender a Cristo identificándose con la humanidad
doliente. Sintamos ahora mucha simpatía por Él y cuando lo vamos a
acompañar con su cruz a cuestas, sudando sangre, llorando con lágrimas de un
dolor casi sin esperanza en lo humano, pensemos en la situación misma nuestra,
pero con una esperanza divina como la que Cristo quiere inspirarnos.
Una alianza Nueva en que Dios comparte con
los hombres la glorificación del Hijo
Y por último, queridos
hermanos, esa obediencia heroica hasta la muerte, que identifica a Cristo
como el mismo pecado del mundo para ser castigado en la cruz, es la Alianza
Nueva. Esta es la sangre que se derrama: alianza eterna y nueva para todos los
hombres que quieran alcanzar el perdón. Es la glorificación que lo espera
después de esta heroicidad de haber dado su vida por nosotros. Acabamos de
escuchar en las dos lecturas, que después de pasar por esta kénosis humillante
de siervo y muerto en la cruz, "Dios le dará un nombre sobre todo nombre,
para que a su nombre se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los
abismos".
b) Este era Hijo de Dios.
Y en el evangelio de San Marcos. que se ha leído en forma tan solemne hoy,
hemos escuchado el testimonio de un pagano. EL soldado que debía dar testimonio
de que ya estaba muerto; el centurión que le va a decir a Poncio Pilato y al pueblo
entero y al mundo: "verdaderamente este era un Hijo de Dios". Cristo
ha vencido, su humillación no ha sido un fracaso. La cruz es el camino para la
glorificación y esta es la esperanza que yo quisiera que todos reflexionáramos
en nuestra Semana Santa.
c) Nuestra
participación: perdón... filiación divina... incorporación a Cristo... Iglesia.
La Iglesia, esto es lo que está trabajando, haciendo en el corazón de
hombre un monumento a la esperanza. La Iglesia por eso no puede estar de
acuerdo con las fuerzas que ponen su confianza sólo en la violencia. La
iglesia no quiere que la confundan con liberaciones únicamente políticas y
temporales. La Iglesia si se preocupa por esas liberaciones de la tierra y le
duele los hombres sufridos, analfabetos, sin luz, sin techo, sin hogar. Pero
sabe que allí no está únicamente la desgracia del hombre. Está más adentro, más
profunda, en el corazón, en el pecado; y la Iglesia, por eso, al apoyar
todas las justas reivindicaciones del pueblo las quiere elevar a liberarse de esa
cadena que es el pecado, la muerte, el infierno. Y para decirle a los hombres
que trabajemos por ser libres de verdad pero a partir del propio corazón: la
libertad de los hijos de Dios, la que nos hace hijos de Dios, la que nos quita
las cadenas del pecado para que en la Semana Santa celebremos juntos la
alegría de nuestra Pascua.
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